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.—¿Dónde?—¿Dónde?—Sí.Dónde.¿Dónde te gustaría quedar?—Oh, te pasaré a buscar por tu casa, claro.—Bueno, pues tendré que decirte dónde vivo, ¿no te parece?—Oh, sí, claro, claro.Escribí su dirección en el cuaderno, entre las anotaciones referentes a Adrián y a su amigo.—Bueno, hasta el lunes, pues.—A las diez.Abandoné mi sitio y mi atalaya de observación y me dirigí hacia las escaleras que bajaban al vestíbulo.Desde allí, pude ver a Casagrande hablando con mucha vehemencia y amplios aspavientos, con un individuo extravagante que no parecía hacerle mucho caso.Era un hombre de estatura mediana tirando a baja, robusto como un boxeador, sin cuello y con la nariz rota, que sujetaba un puro kilométrico con los labios muy gruesos.Llevaba sombrero y vestía una enorme gabardina cruzada, de solapas anchas, con charreteras y botones forrados de cuero.La llevaba abrochada, aunque en el local hacía una temperatura superior a la soportable.Mientras Casagrande se desvivía, él miraba hacia el infinito, como si le aburriera lo que estaba oyendo, y negaba con la cabeza.Yo no podía quedarme clavado en mitad de la escalera, de manera que acabé de bajar y, con el vaso en la mano, pasé junto a los dos hombres como si hubiera alguna cosa en el interior de la discoteca que atrajera poderosamente mi atención.Pude oír que Casagrande decía «tenemos que esperar a que las cosas se calmen, que vuelva la tranquilidad y entonces cuenta conmigo para lo que quieras, como siempre, ¿no has podido contar siempre conmigo?» Su tono era suplicante, angustioso, desesperado.El otro le miró de reojo, como diciendo «¿no ves que haces el ridículo?»El Casagrande que volvió al lado de Adrián estaba irritado.Lo agarró del brazo y lo arrastró hacia la salida dejando plantadas a las tres admiradoras.Adrián Gomal no quería irse, no entendía por qué habían ido allí sólo para estar media hora y largarse precisamente cuando la cosa se estaba animando.Al final, tuvo que ceder.Probablemente el otro le dijo que se quedara si quería y que tomara un taxi para volver a casa, pero que él se abría.Y Adrián lo siguió.Se fueron juntos.Casagrande dejó a Adrián delante de su edificio en el barrio de Gracia y yo me fui a casita, que ya era tarde y al día siguiente quería madrugar.Escena 5Los Font-Roent vivían en una mansión de Pedralbes con historia de cien años, con un muro que cerraba un jardín enorme y una verja desde la que se podían ver hectáreas de césped, una piscina y una pérgola antigua y bien conservada con capacidad para una pequeña orquesta.La casa de los Gomal estaba justo al lado, en un edificio nuevo de dos plantas, con fachada de obra vista y acabados de madera cara y cristal inglés.Una construcción excesivamente chillona.El viernes a mediodía, Adrián me condujo hasta allí.Flor le estaba esperando leyendo sentada en un banco de una pequeña plaza cercana.Al ver a su amor se puso en pie de un salto y se le lanzó al cuello como si el hombre viniera de la guerra.Le dio besos en las mejillas, en la frente, en los ojos, y uno muy largo en la boca, hasta que se le torcieron las gafas.Él se dejó hacer con disimulada resignación, la tomó del brazo y se fueron calle abajo hasta una cafetería que tenía la fachada decorada como el casco de un barco antiguo.Por el camino, Adrián ponía mucho énfasis en sus palabras y Flor le escuchaba embelesada.Después de media hora de conversación, se separaron a la puerta del bar.Fue una despedida de compromiso, un poco forzada.Era evidente que ella quería continuar hablando con Adrián, pero él ya no se mostraba tan apasionado y, mirando el reloj con insistencia, daba a entender que tenía mucha prisa.En cualquier caso, no era prisa por volver al trabajo.Por lo visto, aquel día no pensaba ir al hospital.O era su día libre, o se había excusado de alguna manera o le habían despedido definitivamente.Le seguí hasta el aparcamiento del que había sido complejo deportivo de Piscinas y Deportes y que ahora era centro de ocio privado con gimnasio y saunas y no sé cuántos cines.Dejé el coche a razonable distancia del Seat Ibiza amarillo de Adrián y, al bajar, cogí la videocámara digital con la que suelo ilustrar mis informes.Había pensado que, si se repetía la salida de discoteca y la búsqueda y captura de chicas aburridas, quizá podría conseguir un documental interesante.Desde el aparcamiento, caminamos unas cuantas manzanas entre casas modernas, limpias, con vestíbulos ornamentados con plantas y porteros uniformados.Adrián escogió la más pequeña, con una palmera a la derecha de la puerta, y se dirigió al único portero de que disponía el edificio: el automático.Era de esos que transmiten a los pisos la imagen del visitante junto con la voz.La luz de la videocámara se encendió tres veces antes de que mi objetivo se rindiera y echara una ojeada a los alrededores en busca de un bar donde entretener la espera.Al lado mismo del portal se hallaba el acceso a un modesto centro comercial donde, entre una peluquería y una zapatería, detrás de un mostrador, había dos camareros uniformados con chalecos granates que servían bebidas de toda clase.Adrián ingirió un cubata y, a la hora de pagar, arrugó la nariz y huyó buscando otro sitio en el que emborracharse por un precio más módico.Pasaron las horas.Le vi tomarse seis cervezas y llamó por el móvil cuatro veces.Hasta entonces, no consideré que hubiese nada digno de ser inmortalizado con la videocámara.Para combatir el tedio, llamé al comisario Palop.Es el jefe de los GEPJ (Grupos Especiales de la Policía Judicial) y a menudo nos hacemos favores.—¡Esquius, coño! —exclamó tan pronto oyó mi voz—.¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Cómo estás?Le dije que estaba bastante bien e intercambiamos varios formulismos imprescindibles.Que si había husmeado muchas braguetas desde la última vez que nos habíamos visto, que nos teníamos que reunir para tomar unas copas, que su mujer tenía muchas ganas de verme, que qué se había hecho de mis hijos.Que qué quería.—Lo de siempre.Mirar si un tío tiene antecedentes.—Nombre.—Adrián Gornal López.—¿Te corre prisa?—Antes del lunes.—Antes de esta tarde lo tienes.Es un momento.—Espera… Y, ya puestos… Mírame también un tal Casagrande, Ramón Casagrande…—Ramón Casagrande, ¿qué más?—No sé qué más.Y hay otro del que ni siquiera sé su nombre.—Entonces será más difícil.—No lo sé.Estaba en una discoteca de Cerdanyola llamada Crash y me parece que mandaba mucho.Es un tío bajito pero fuerte, que se viste de una manera antigua, como un gánster de película.Con sombrero y gabardina.—Vale, ya te lo miraré, pero no te hagas ilusiones.Adrián Gornal López comió en un selfservice de comida basura que había en el centro comercial.A mí me prepararon un excelente bocadillo de pan con tomate y jamón en el bar donde mi objetivo se había tomado el cubata.Pasadas las cinco de la tarde, finalmente, Adrián tomó una decisión y salió dando zancadas de gigante
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