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.Vestía su mejor uniforme: casaca azul con solapas blancas, chaleco blanco, calzones y medias de teniente de la Armada real inglesa, con la medalla de plata del Nilo en el ojal; y marcaba el compás con la mano, agitando el blanquísimo puño de su camisa con botones dorados, mientras sus luminosos ojos azules, sobre un rostro en otro tiempo blanco y sonrosado y ahora muy bronceado, miraban fijamente el arco del primer violín.Se escuchó el agudo, la pausa y el acorde final; y con el acorde final el marino golpeó con firmeza su rodilla con el puño.Se apoyó hacia atrás en la silla, ocupándola por completo, suspiró complacido y miró a su vecino de asiento con una sonrisa.A punto estaba de decir «Señor, me parece una magnífica interpretación», cuando reparó en su mirada glacial y nada amistosa y oyó en un susurro: «Si realmente quiere marcar el compás, señor, permítame que le enseñe a no hacerlo a destiempo».La expresión de Jack Aubrey cambió rápidamente de placentera, amigable y comunicativa a frustrada y hostil.No podía negar que había estado marcando el compás, y aunque en verdad lo había marcado con total precisión, era algo que no debía hacerse.Se puso rojo, miró fijamente por unos instantes a los ojos inexpresivos de su vecino y dijo: «Creo…» y las primeras notas del movimiento lento lo cortaron en seco.El violoncelo ejecutó lánguidamente dos frases solo, y luego empezó su diálogo con la viola.Jack sólo prestaba atención en parte, pues su mente seguía fija en el hombre de al lado.Con una mirada solapada notó que era bajito, moreno, de tez blanca, con un descolorido abrigo negro: un civil.Era difícil descifrar su edad, pues no sólo tenía ese tipo de expresión que no delata nada especial sino que llevaba peluca, una peluca entrecana que parecía hecha de alambre y bastante desprovista de polvos: podía estar entre los veinte y los sesenta.«En realidad, es más o menos de mi edad», pensó Jack.«El mamarracho hijo de su madre, con los aires que se da».Después de pensar esto, casi toda su atención se concentró en la música; reconoció el fragmento de la partitura y siguió la ondulante melodía y sus encantadores arabescos hasta su conclusión lógica y satisfactoria.No volvió a acordarse más de su vecino hasta el final del movimiento, y aun entonces evitó mirar hacia donde él estaba.Durante el minué Jack no paró de marcar el compás con la cabeza, pero no era consciente de ello, y al darse cuenta de que estaba dándose palmadas en la pierna y que la mano hacía amago de alzarse en el aire, la colocó bajo su rodilla.Era un sencillo minué, gracioso y agradable, pero curiosamente iba seguido de un último movimiento difícil y un tanto estridente, un motivo que parecía tratar de expresar algo muy importante.El sonido disminuyó de volumen hasta que sólo se escuchaba el susurro de un violín, y el continuo murmullo de los cuchicheos al fondo de la sala, que no habían cesado, amenazaba con ahogarlo.A un soldado se le escapó una carcajada que trató de acallar, y Jack miró enfadado a su alrededor.Luego el resto del cuarteto se unió al violín y todos interpretaron la pieza hasta el punto donde el tema aparecía de nuevo: era esencial que se incorporaran al curso de la melodía en el momento justo, para que el violoncelo entrara, como era predecible, con su necesaria contribución de pom, pom-pom-pom, poom.Jack hundió la barbilla en el pecho y, al unísono con el violoncelo, se le escapó pom, pom-pom-pom, poom.De repente sintió un codazo en las costillas y un «¡shhh!» en la oreja.Se dio cuenta de que tenía la mano alzada en el aire marcando el compás; la bajó, apretó los labios y mantuvo la mirada baja hasta que se acabó la música.Escuchó el noble final y reconoció que era una conclusión mucho más elaborada de lo que había previsto; sin embargo, no había podido disfrutarla.Durante los aplausos y el alboroto general, su vecino lo observaba con una mirada desafiante cargada de una total y rotunda desaprobación.No se hablaron, pero estuvieron muy pendientes uno del otro mientras la señora Harte, esposa del comandante, interpretaba al arpa una pieza larga y de técnica difícil.Jack Aubrey miraba la noche a través de los grandes y elegantes ventanales: Saturno aparecía por el sursureste, brillante y redondo, en el cielo menorquín.Un codazo, un golpe de esa clase, tan malintencionado y deliberado, era como un puñetazo.Ni su forma de ser ni su código profesional le permitían soportar una afrenta con pasividad, y ¿qué afrenta podía ser más grave que un puñetazo?Como por el momento no podía exteriorizarlo, su malhumor se transformó en melancolía.Pensó en su situación de marino sin barco, en todas las promesas, a veces firmes y otras a medias, que le hicieron y no cumplieron, y en los distintos planes que había hecho sobre una base irreal.Le debía ciento veinte libras al agente que se ocupaba de los botines que conseguía y de sus negocios; y el quince por ciento de interés estaba a punto de vencer; y su paga era de cinco libras y doce chelines mensuales.Pensó en algunos conocidos, más jóvenes que él pero con mejor suerte o mayores beneficios, que ahora eran tenientes de navío al mando de bergantines o cúters, o que habían sido ascendidos a capitán de corbeta; y todos ellos llevándose por delante trabacolos en el Adriático, tartanas en el golfo de León, jabeques y saetías a lo largo de toda la costa española.Gloria, ascenso profesional y el dinero del botín.El estruendo de los aplausos le indicó que la actuación ya había terminado, y aplaudió con entusiasmo, con una expresión de supremo deleite en su rostro.Molly Harte saludó con una reverencia y sonrió; buscó su mirada y sonrió de nuevo.Él aplaudió con más fuerza, pero ella comprendió que a él no le había gustado o no había estado atendiendo, y su satisfacción disminuyó sensiblemente.Aunque ella continuó recibiendo felicitaciones de la audiencia con una sonrisa radiante, con un vestido de satén azul claro, que le sentaba muy bien, y un collar de perlas de dos vueltas, perlas del Santa Brígida.Jack Aubrey y su vecino del descolorido abrigo negro se levantaron al mismo tiempo y se miraron.La cara de Jack volvió a adquirir una expresión de fría antipatía —las reminiscencias de su afectado entusiasmo, al desvanecerse, eran extraordinariamente desagradables— y dijo en voz baja: «Mi nombre es Aubrey, señor, me alojo en el Crown».«El mío, señor, es Maturin.Suelo estar por las mañanas en el café Joselito.Le ruego que me permita pasar
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