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.Habían decidido que el bebé se llamaría Arthur, por el hermano menor que había muerto en Francia durante el primer año de la guerra.El honorable Arthur Currie Treverton, uno de los primeros muchachos valientes que se alistaron cuando Inglaterra entró en guerra.Sonó el silbato y el tren se puso en movimiento.Grace vio por la ventanilla que las luces tranquilizadoras de la estación de Voi iban quedando atrás; luego la noche lo envolvió todo.El tren avanzaba entre jadeos por un paisaje desolado y estéril, siguiendo una antigua ruta de esclavos que llegaba hasta el lago Victoria.Ese moderno año de 1919 apenas distaba nada de los tiempos de las caravanas árabes, de cuando africanos encadenados recorrían penosamente la misma ruta hacia los barcos negreros que les esperaban en la costa para llevarlos a su triste destino.La vigilancia de esa ruta, para impedir la ilegal trata de esclavos, había sido uno de los argumentos propagandísticos que el gobierno británico empleara para explicar la construcción de un ferrocarril tan costoso que no parecía llevar a ninguna parte.Mientras chispas doradas surgían de la locomotora y pasaban volando junto a la ventanilla, Grace se imaginó los campamentos de aquellos negreros, instalados bajo las estrellas, los prisioneros gimiendo encadenados, desconcertados.¿Qué sentirían aquellos africanos inocentes al ver que se los llevaban en barcos terribles y los obligaban a servir a sus amos en el otro extremo del mundo?Comprobó que las ventanillas estuviesen bien cerradas.Había oído contar historias sobre leones devoradores de hombres que sacaban gente por las ventanillas de los trenes.Se encontraban en un país salvaje e incivilizado, donde la noche era más traicionera que el día.Nunca se había sentido tan vulnerable, tan aislada.No había comunicación entre los vagones de primera clase; eran como una sarta de cajitas que cruzaba estruendosamente la noche sin que hubiera forma de ponerse en contacto con los pasajeros de los otros vagones, de detener el tren.Grace pidió a Dios que llegasen a Nairobi a tiempo.Procuró tranquilizarse, sin quitar los ojos de Rose, que parecía dormida, y pensó en lo que haría al día siguiente.«Nos quedaremos en Nairobi —decidió—.No continuaremos hasta después de que nazca el bebé».Valentine se enfadaría, desde luego, porque quedarse en Nairobi podía significar un retraso de tres meses o más, ya que la larga estación de las lluvias empezaría pronto y entonces sería del todo imposible viajar hasta la provincia Central.Pero ya se ocuparía de convencer a su hermano.Ansiaba tanto como él ver a su esposa instalada en la casa grande que Valentine había construido, pero por el bien de la madre y del pequeño, Grace insistiría en que esperasen.A sabiendas de que no conseguiría dormir, Grace decidió empezar a escribir en su nuevo diario.Se lo había regalado uno de sus profesores de la facultad de medicina, un bello volumen encuadernado en tafilete con páginas de borde dorado.Había esperado hasta ahora para empezarlo, había esperado hasta el primer día de su nueva vida.Acababa de escribir «10 de febrero de 1919» en la primera página cuando Rose chilló.El bebé iba a nacer.Capítulo 2Grace estaba furiosa con su hermano.Negras nubes se cernían sobre las colinas, amenazadoras como buitres.Y allí iban dos mujeres, seis sirvientes y catorce africanos, avanzando palmo a palmo por un peligroso camino de tierra en cinco carretas que transportaban todo lo que poseían en este mundo.¿Qué protección les darían los toldos de lona si de pronto se desencadenaba un aguacero torrencial? ¿Qué diría Valentine al ver que la alfombra de Aubusson se había estropeado, que los cuadros de Bella Hill estaban empapados? ¿Cómo consolaría a Rose cuando ésta viese que la lluvia había destruido el mantel de encaje y los vestidos de seda? ¡Era absurdo llevar todas esas cosas inútiles a una región selvática! Valentine se había vuelto loco.Miró a su cuñada, que iba acurrucada y envuelta en un abrigo de pieles, los ojos clavados en la distancia como si pudiera ver lo que había al final del camino.Rose seguía muy débil y su palidez daba miedo.Pero se había negado a quedarse en Nairobi, especialmente después de recibir un mensaje de Valentine pidiéndole que prosiguiera el viaje.Grace había tratado de disuadirla, pero al día siguiente Rose había ordenado a sus sirvientes ingleses que hicieran cargar las carretas.Grace no consiguió quitarle de la cabeza la idea de seguir adelante, de modo que ahora se encontraban en medio de una región agreste, abriéndose paso a machetazos entre la vegetación, luchando contra los insectos y pasando las noches en blanco dentro de sus tiendas porque los rugidos de los leones y de los guepardos no las dejaban dormir.¡Y las lluvias torrenciales no tardarían en empezar!Al oír el llanto del bebé, Grace se volvió para mirar el interior de la carreta.La señora Pembroke, la niñera, sacó un biberón y el bebé se calmó.Era un milagro que el bebé hubiese sobrevivido.Al ver la figurilla inanimada que aparecía sobre las sábanas, Grace había creído que estaba muerta.No había notado latidos en su corazón y tenía la cara azul.Pero, a pesar de ello, le había hecho la respiración boca a boca… ¡y vivía! Una niña pequeña, débil, pero viva y que se iba haciendo más fuerte cada día.Pensó en la mujer joven que iba a su lado.Exceptuando el episodio en el hotel Norfolk, donde había insistido en seguir hasta Nyeri, lady Rose había guardado silencio desde el nacimiento de la pequeña.«No —recordó—, hubo otra excepción».Al insistir en que le pusiera un nombre a la recién nacida, Rose había dicho simplemente: «Mona».Sólo logró entenderlo cuando vio la novela romántica que Rose había estado leyendo durante el viaje.La heroína se llamaba Mona.No tuvo más remedio que aceptarlo, ya que su hermano no había previsto la posibilidad de que el bebé fuese niña.Empujado por su vanidad, obsesionado por fundar una dinastía, Valentine jamás había soñado que engendraría un hijo que no fuese varón.Luego de hacer bautizar a la niña le había avisado a su hermano.La respuesta de Valentine había sido:—¡Venid en seguida! ¡Todo está listo!En los diez días transcurridos desde que salieran de Nairobi, lady Rose no había pronunciado ni una palabra.Sus ojos, grandes, negros y febriles, miraban fijamente hacia adelante mientras sus manos pequeñas y blancas se retorcían dentro del manguito de armiño.Iba sentada en la carreta con el cuerpo inclinado hacia adelante, como azuzando a los bueyes.Cuando le hablaban no contestaba; cuando le ponían a la pequeña en sus brazos la miraba con ojos inexpresivos.El único interés que había mostrado, aparte del empeño en ver la casa nueva, era por sus rosales, que hacían el viaje a su lado, en la carreta.«Debe de ser a causa del trauma del parto y de la conmoción producida por tantos cambios simultáneos.Se sentirá mejor cuando esté en la casa nueva».Rose había llevado una vida muy protegida antes de conocer a Valentine el día de su decimoséptimo cumpleaños, hacía ahora tres años.E incluso después de su compromiso con el joven conde, había hecho poca vida social; se casó con él a los tres meses de conocerle y se mudó a Bella Hill, donde las sombras Tudor se la tragaron.Nadie acertaba a comprender por qué Valentine había escogido a la tímida y soñadora Rose cuando podía elegir entre todas las jóvenes casaderas de Inglaterra —gallardo, guapo, rico y con un título nobiliario recién heredado—
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