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.—Este temblor de tierra —respondió Pangloss— no es cosa nueva: el mismo azote sufrió Lima años pasados; las mismas causas producen los mismos efectos; sin duda hay una veta subterránea de azufre que va de Lisboa a Lima.—Nada es tan probable —dijo Cándido— pero, por Dios, un poco de aceite y vino.—¿Cómo probable? —replicó el filósofo— sostengo que está demostrado.Cándido perdió el sentido, y Pangloss le llevó un trago de agua de una fuente vecina.Al día siguiente, metiéndose por entre los escombros, encontraron algunos alimentos y recobraron un poco sus fuerzas.Después trabajaron, a ejemplo de los demás, para aliviar a los habitantes que habían escapado de la muerte.Algunos vecinos socorridos por ellos, les dieron la mejor comida que en tamaño desastre se podía esperar: verdad que fue muy triste el banquete; los convidados bañaban el pan con sus lágrimas, pero Pangloss los consolaba afirmando que no podían suceder las cosas de otra manera, porque todo esto, decía, es conforme a lo mejor; porque si hay un volcán en Lisboa, no podía estar en otra parte; porque es imposible que las cosas dejen de estar donde están, pues todo está bien.Un hombrecito vestido de negro, familiar[3] de la Inquisición, que junto a él estaba sentado, tomó cortésmente la palabra:—Sin duda, caballero, no cree usted en el pecado original, porque si todo es para mejor, no ha habido caída ni castigo.—Perdóneme su excelencia —le respondió con más cortesía Pangloss— porque la caída del hombre y su maldición entran necesariamente en el mejor de los mundos posibles.—Por lo tanto ¿este caballero no cree que seamos libres? —dijo el familiar de la Inquisición.—Otra vez ha de perdonar su excelencia —replicó Pangloss— la libertad puede subsistir con la necesidad absoluta; porque era necesario que fuéramos libres; porque finalmente la voluntad determinada.En medio de la frase estaba Pangloss, cuando hizo el familiar una seña a su secretario que le servía vino de Porto o de Oporto.Capítulo VIDe cómo se hizo un magnífico auto de fe para impedir los terremotos y de los doscientos azotes que pegaron a CándidoPasado el terremoto que había destruido las tres cuartas partes de Lisboa, los sabios del país no encontraron un medio más eficaz para prevenir una total ruina que ofrecer al pueblo un magnífico auto de fe.[4] La Universidad de Coimbra decidió que el espectáculo de unas cuantas personas quemadas a fuego lento con toda solemnidad es infalible secreto para impedir que la tierra tiemble.Con este objeto se había apresado a un vizcaíno, convicto de haberse casado con su comadre, y a dos portugueses que al comer un pollo le habían sacado la grasa: después de la comida se llevaron atados al doctor Pangloss y a su discípulo, a uno por haber hablado, y al otro por haber escuchado con aire de aprobación.Los pusieron separados en unos aposentos muy frescos, donde nunca incomodaba el sol, y de allí a ocho días los vistieron con un sambenito[5] y les engalanaron la cabeza con unas mitras de papel: la coraza y el sambenito de Cándido llevaban llamas boca abajo y diablos sin garras ni rabos; pero los diablos de Pangloss tenían rabo y garras, y las llamas ardían hacia arriba.Así vestidos salieron en procesión, y oyeron un sermón muy patético, al cual se siguió una bellísima salmodia.Cándido, mientras duró la música, fue azotado a compás, el vizcaíno y los dos que no habían querido comer la grasa del pollo fueron quemados y Pangloss fue ahorcado, aun cuando ésa no era la costumbre.Aquel mismo día la tierra tembló de nuevo con un estruendo espantoso.Cándido, aterrado, sobrecogido, desesperado, ensangrentado, se decía: «Si éste es el mejor de los mundos posibles, ¿cómo serán los otros? Vaya con Dios, si no hubieran hecho más que azotarme; ya lo habían hecho los búlgaros.Pero tú, querido Pangloss, el más grande de los filósofos, ¿era necesario verte ahorcar sin saber por qué? ¡Oh, mi amado anabaptista, el mejor de los hombres! ¿Era necesario que te ahogaras en el puerto? ¡Oh, señorita Cunegunda, perla de las doncellas! ¿Era necesario que te abrieran el vientre? ¿Por qué te han sacado el redaño?»Volvíase a su casa, sin poder tenerse en pie, predicado, azotado, absuelto y bendito, cuando se le acercó una vieja que le dijo:—Hijo mío, ¡ánimo y sígueme!Capítulo VIIDe cómo una vieja cuidó a Cándido y de cómo éste encontró a la que amabaNo cobró ánimo Cándido, pero siguió a la vieja a una casucha, donde le dio su conductora un pote de pomada para untarse y le dejó de comer y de beber; luego le enseñó una camita muy aseada; junto a la camita había un vestido completo.—Come, hijo, bebe y duerme —le dijo— y que Nuestra Señora de Atocha, el señor San Antonio de Padua y el señor Santiago de Compostela te asistan; mañana volveré.Cándido, asombrado de cuanto había visto y padecido, y más aun de la caridad de la vieja, quiso besarle la mano.—No es mi mano la que has de besar —le dijo la vieja—; mañana volveré.Úntate con la pomada, come y duerme.Cándido comió y durmió, no obstante sus muchas desventuras.Al día siguiente le trae la vieja desayuno, le observa la espalda, se la restriega con otra pomada y luego le trae de comer; a la noche vuelve y le trae de cenar.Al tercer día fue la misma ceremonia.—¿Quién es usted? —le decía Cándido—; ¿quién le ha inspirado tanta bondad? ¿Cómo puedo agradecerle?La buena mujer no respondía, pero volvió aquella noche y no trajo de cenar.—Ven conmigo —le dijo— y no chistes.Diciendo esto cogió a Cándido del brazo y echó a andar con él por el campo.Hacen medio cuarto de legua aproximadamente y llegan a una casa, cercada de canales y jardines.Llama la vieja a un postigo, abren y lleva a Cándido por una escalera secreta a un gabinete dorado, lo deja sobre un canapé de terciopelo, cierra la puerta y se marcha.Cándido creía soñar, y miraba su vida entera como un sueño funesto y el momento presente como un sueño delicioso.Pronto volvió la vieja, sustentando con dificultad del brazo a una trémula mujer, de majestuosa estatura, cubierta de piedras preciosas y cubierta con un velo.—Alza ese velo —dijo a Cándido la vieja.Arrímase el mozo y alza con mano tímida el velo.¡Qué instante! ¡Qué sorpresa! Cree estar viendo a la señorita Cunegunda, y así era.Fáltale el aliento, no puede articular palabra y cae a sus pies.Cunegunda se deja caer sobre el canapé; la vieja los inunda con vinagre aromático; vuelven en sí, se hablan; primero son palabras entrecortadas, preguntas y respuestas que se cruzan, suspiros, lágrimas, gritos.La vieja, recomendándoles que hagan menos bulla, los deja libres.—¡Conque es usted! —dice Cándido—.¡Conque usted vive y yo la encuentro en Portugal! ¿No ha sido, pues, violada? ¿No le han abierto el vientre, como me había asegurado el filósofo Pangloss?—Sí —replicó la hermosa Cunegunda— pero no siempre son mortales esos accidentes.—¿Y mataron a su padre y a su madre?—Por desgracia —respondió llorando Cunegunda.—¿Y su hermano?—También mataron a mi hermano.—Pues ¿por qué está usted en Portugal? ¿Cómo ha sabido que también yo lo estaba? ¿Por qué me ha hecho venir a esta casa?—Se lo diré, replicó la dama; pero antes es necesario que usted me cuente todo aquello que le ha sucedido desde el inocente beso que me dio y las patadas con que se lo hicieron pagar.Obedeció Cándido con profundo respeto, y como estaba confuso, tenía débil y trémula la voz, y aunque aún le dolía no poco el espinazo, contó con la mayor ingenuidad todo lo que había padecido desde el momento de su separación
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