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.Demócrito me dice que cuando uno ve un gran grupo de hombres ruidosos en cuyo centro se destaca una cebolla con yelmo o una luna escarlata, necesariamente el primero es Pericles y el segundo, Tucídides.La ciudad está dividida irritablemente entre la cebolla y la luna de otoño.Hoy fue el día de la luna escarlata.Por alguna razón la cebolla con yelmo no había asistido a la conferencia del Odeón.¿Podría ser que Pericles estuviera avergonzado de la acústica de su edificio? Pero lo olvido: la vergüenza no es una emoción que los atenienses conozcan.En este momento Pericles y su caterva de artistas y arquitectos le construyen un templo a Atenea en la Acrópolis, un grandioso reemplazo del miserable templo que el ejército persa quemó hasta los cimientos hace treinta y cuatro años, hecho en el cual Herodoto tiende a no reparar.—¿Quiere decir, Embajador, que el relato que acabamos de oír es inexacto?Tucídides era insolente.Me atrevería a afirmar que estaba borracho.Aunque a los persas se nos acusa de beber en demasía a causa de nuestro uso ritual del haoma, jamás he visto tan borracho a un persa como a ciertos atenienses; y para ser justos, ningún ateniense podrá estar nunca tan borracho como un espartano.Mi viejo amigo el rey Demarato de Esparta acostumbraba decir que los espartanos nunca bebieron vino sin agua hasta que los nómades del norte enviaron a Esparta una embajada, poco después de asolar Darío su Escitia nativa.Según Demarato, los escitas enseñaron a los espartanos a beber vino sin agua.No creo esta historia.—Lo que hemos oído, querido joven, es solamente una versión de acontecimientos que ocurrieron antes de que nacieras y, sospecho, antes del nacimiento del historiador.—Todavía quedamos muchos que recordamos el día en que los persas llegaron a Maratón.Escuché, junto a mi codo, una voz antigua.Demócrito no reconocía a su dueño.Pero uno oye con bastante frecuencia viejas voces como ésa.En toda Grecia, los desconocidos de cierta edad se saludan mutuamente con esta pregunta: «¿Dónde estabas tú y qué hiciste cuando Jerjes llegó a Maratón?.Y luego se cuentan mentiras.—Sí —dije—.Hay quienes aún recuerdan los viejos días.Yo, ay, soy uno.En verdad, el Gran Rey Jerjes y yo tenemos exactamente la misma edad.Si él viviera, tendría hoy setenta y cinco años.Cuando llegó al trono, tenía treinta y cuatro, la flor de la vida.Sin embargo, tu historiador acaba de decirnos que Jerjes era un chico atrevido cuando sucedió a Darío.—Un detalle mínimo —empezó Tucídides.—Pero característico de una obra que causará tanta alegría en Susa como la pieza de Esquilo llamada Los Persas, que yo mismo traduje para el Gran Rey, a quien le pareció un encanto el ingenio ático del autor.Por supuesto, nada de esto era cierto.Jerjes se habría enfurecido si hubiera sabido hasta qué punto él y su madre habían sido disfrazados para la diversión del populacho ateniense.He optado por la política de no mostrar jamás confusión cuando me insultan los bárbaros.Afortunadamente, estoy libre de sus peores insultos: se los reservan para ellos mismos.Es una suerte para el resto del mundo que los griegos sientan mucho más disgusto entre sí que por nosotros los extranjeros.Un ejemplo perfecto: cuando el antes aplaudido dramaturgo Esquilo perdió un premio que ganó el ahora aplaudido Sófocles, se indignó tanto que dejó Atenas y se marchó a Sicilia, donde encontró una muerte muy satisfactoria.Un águila en busca de una superficie dura donde romper la tortuga que sostenía en sus garras, tomó por una roca la calva del autor de Los Persas y dejó caer la tortuga con fatal precisión.Tucídides estaba a punto de continuar con lo que parecía el comienzo de una escena sumamente desagradable, cuando el joven Demócrito me impulsó bruscamente hacia adelante con un grito:—¡Paso al embajador del Gran Rey! —y abrieron paso.Afortunadamente, mi litera aguardaba junto al pórtico.Había tenido la suerte de poder alquilar una casa construida antes de que incendiáramos Atenas.Aunque menos presuntuosa, es algo más cómoda que las casas actualmente construidas por los atenienses ricos.Nada inspira tanto a los arquitectos ambiciosos como el que su ciudad natal haya sido arrasada hasta los cimientos.Sardis es ahora, después del gran incendio, mucho más espléndida que en los tiempos de Creso.Aunque nunca vi la vieja Atenas —ni podré ver por supuesto la nueva Atenas—me dicen que todavía se hacen de ladrillos de barro las casas privadas, que las calles rara vez son rectas y nunca anchas, y que los nuevos edificios públicos son espléndidos aunque de oropel, como el Odeón.En este momento casi toda la edificación se desarrolla en la Acrópolis, un pedazo de roca de color de león, según la poética frase de Demócrito, que domina no solamente la mayor parte de la ciudad sino también esta casa.El resultado es que en invierno —es decir ahora—tenemos menos de una hora de sol por día.Pero esa roca tiene su encanto.Demócrito y yo vamos a caminar por allí, muchas veces.Yo toco las paredes arruinadas.Escucho el estrépito de los albañiles.Pienso en la espléndida familia de tiranos que vivía en la Acrópolis antes de ser expulsada de la ciudad, como toda persona verdaderamente noble es expulsada más tarde o más temprano.Conocí al último tirano, el amable Hipias.Estaba con frecuencia en la corte de Susa cuando yo era joven.Hoy el rasgo principal de la Acrópolis son las casas o templos que contienen imágenes de dioses que la gente pretende adorar.Digo pretende porque, a mi juicio, a pesar del conservadurismo básico de los atenienses cuando se trata de mantener las formas de las cosas viejas, su espíritu esencial es ateo.O bien, como un primo mío, griego, dijo hace poco, con peligroso orgullo, el hombre es la medida de todas las cosas.Pienso que en su corazón los atenienses creen verdaderamente que esto es cierto.Y como resultado, paradójicamente, son inusitadamente supersticiosos y castigan con rigor a quienes consideran culpables de impiedad.2Demócrito no estaba preparado para algunas de las cosas que dije anoche, durante la cena.Y ahora no sólo me pide un informe verídico sobre las guerras griegas, sino que, lo cual es más importante, quiere que registre mis memorias de la India, de Catay, de los sabios que conocí en oriente, y al oriente del oriente.Se ha ofrecido a escribir todo lo que yo recuerde.Mis invitados a la cena se mostraron igualmente ansiosos.Pero sospecho que solamente eran corteses.Ahora estamos sentados en el patio de la casa.Es la hora en que tenemos sol.El día es fresco, no frío, y puedo sentir la calidez del sol en la cara.Me encuentro a gusto, porque estoy vestido al modo persa: todas las partes del cuerpo cubiertas, excepto el rostro.Incluso las manos, en reposo, quedan cubiertas por las mangas
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