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.Le habíamos venido como agua de mayo al sargento, que se libraba del incómodo cánido antes de lo previsto.Tres narices le importaba para qué pudiéramos necesitarlo con tal de que se lo quitáramos de en medio.A Garzón la cosa le intrigaba un poco más.En realidad estaba loco por preguntarme, sólo que, después del recordatorio de mi autoridad, en ningún momento se hubiera permitido preguntarme de nuevo.Supongo que cuando llegamos al hospital empezó a barruntar algo, aunque tampoco entonces habló.La primera dificultad de mi plan consistía en llevar al perro hasta la habitación de la víctima sin que nadie lo advirtiera.Ni se me ocurrió pedir permiso formal para entrar con un perro en el recinto.No se trataba de que estuviera inclinándome por métodos poco ortodoxos, pero tenía el pálpito de que cualquier intento de legalidad oficial en aquel laberinto mastodóntico podía derivar en centenares de papeles que incluirían pólizas, fotocopias e impresos especiales para autorizar perros negros.Le pedí a mi compañero que se quitara su cumplida gabardina.Saqué al perro de la trasera del coche y me lo metí bajo el brazo.Entonces, procurando no atemorizarlo, lo cubrí con la gabardina de modo que quedara completamente oculto.Se dejó hacer, incluso parecía que le gustaba porque sentí una húmeda caricia en el dorso de la mano.De esa guisa entramos en el hospital.Hubiera jurado que Garzón renegaba soto voce, pero muy bien podían ser los gruñidos del perro.Yo me encontraba serena; al fin y al cabo aquello significaba una trasgresión mínima de las normas, nada que no pudiera ser justificado como un acto de servicio.Los celadores nos franquearon la entrada sin problemas al enseñarles las placas.Tampoco llamamos la atención de nadie en el trayecto hasta la habitación de nuestro hombre.Cuando abrí la puerta, comprendí que mis oraciones, aun pronunciadas entre dientes, habían sido atendidas.En el interior no había personal sanitario, y los dos viejos que compartían la estancia se encontraban dormidos.Libré a mi polizonte de su embozo y lo dejé en el suelo.Estaba extrañado por las esencias medicinales que percibía en el aire.Olió por todos lados, resopló, se movió erráticamente y, de pronto, quedó petrificado por algo que su fina nariz acababa de captar.Enloquecido, galvanizado por el hallazgo, empezó a dar saltos y a emitir ladridos alegres en torno a la cama del individuo inconsciente.Por fin, puesto a dos patas, vio al que sin duda era su amo, y estalló en gañidos de felicidad mientras intentaba lamerle las manos, inermes sobre la sábana.—Subinspector Garzón.—declamé en tono teatral—.le presento a Ignacio Lucena Pastor.—¡Joder! —dijo Garzón como todo comentario.No pudo en realidad añadir mucho más ya que, con todo aquel alboroto, los dos viejos se habían despertado.Uno de ellos miraba al perro como si fuera un ser surgido de ensueños, y el otro, habiendo cobrado conciencia cabal de que aquella situación no era corriente, empezó a pulsar el timbre y a llamar a la enfermera a voces.Me quedé en blanco durante un instante, sin saber cómo reaccionar, y sólo acerté a mirar cómo Garzón cogía al perro, me arrebataba la gabardina, lo envolvía en ella y salía zumbando a toda prisa.—Vámonos, inspectora, aquí no pintamos nada.Anduvimos pasillos interminables a paso ligero, con aquel maldito animal dando alaridos punzantes, pugnando por zafarse del abrazo de mi compañero, pataleando.A medida que nos acercábamos a la salida, íbamos dejando tras nosotros un reguero de caras sorprendidas que intentaban localizar de dónde salían los aullidos.Yo procuraba no cambiar de expresión, actuar con naturalidad y caminar todo lo rápido que podía sin llegar a correr.Cuando la puerta de salida se divisaba ya, clara y salvadora, uno de los celadores debió de calibrar que aquellos extraños lamentos y protestas provenían de nosotros.—¡Eh, un momento! —chilló cuando pudo cerrar su boca asombrada.—¿Qué hacemos? —preguntó Garzón en voz baja.—Siga adelante —contesté.—¡Deténganse! —volvió a gritar el hombre.—¡Petra, por sus muertos! —susurró Garzón.—¡Les he dicho que vengan aquí! —Esta vez la voz del guarda sonaba detrás de nosotros, muy cerca.Y fue justo al darme cuenta de que no habría otra advertencia, de que estaba a punto de alcanzarnos cuando, en una reacción visceral, sin volver la cara atrás ni prevenir a Garzón, eché a correr de modo desenfrenado.Atravesé la puerta principal, me precipité escaleras abajo a toda velocidad, y no paré hasta que hube llegado al aparcamiento.Sólo entonces, jadeante, miré detrás de mí.Nadie con bata blanca ni uniforme me seguía, tan sólo Garzón, resoplando, congestionado y con notable mal estilo atlético, completaba los últimos metros de carrera.Se detuvo a mi lado, sin fuerzas para hablar
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