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.—Un día absolutamente espléndido, ¿eh, caballeros? —exclamó Kelaritan, con un entusiasmo que Sheerin halló sorprendente en alguien tan contenido y austero como parecía ser el director—.¡Qué glorioso resulta ver cuatro de los soles en el cielo al mismo tiempo! ¡Lo bien que me siento cuando sus rayos golpean mi rostro! Ah, me pregunto dónde estaríamos sin nuestros maravillosos soles.—Por supuesto —dijo Sheerin.De hecho, él también se sentía un poco mejor.2A medio mundo de distancia, una de los colegas de Sheerin de la Universidad de Saro miraba también el cielo.Pero la única emoción que sentía era horror.Se trataba de Siferra 89, del Departamento de Arqueología, que durante el último año y medio había estado realizando excavaciones en el antiguo emplazamiento de Beklimot, en la remota península Sagikana.Ahora permanecía rígida por la aprensión, observando cómo la catástrofe avanzaba precipitadamente hacia ella.El cielo no ofrecía ningún consuelo.En esta parte del mundo la única luz auténtica visible era la de Tano y Sitha, y su frío y duro resplandor siempre le había parecido falto de alegría, incluso deprimente.Contra el profundo azul oscuro del cielo del día de dos soles, proporcionaba una iluminación malsana, opresiva, que arrojaba recortadas y ominosas sombras.Dovim era visible también —apenas, emergiendo en aquellos momentos— allá en el horizonte, a una corta distancia por encima de las cimas de las distantes montañas Horkkan.El débil resplandor del pequeño sol rojo, sin embargo, difícilmente animaba un poco más.Pero Siferra sabía que la cálida luz amarilla de Onos aparecería dentro de poco por el Este para alegrar un poco las cosas.Lo que la trastornaba era algo mucho más serio que la ausencia temporal del sol principal.Una asesina tormenta de arena se encaminaba directamente hacia Beklimot.Dentro de pocos minutos barrería el yacimiento, y entonces cualquier cosa podía ocurrir.Cualquier cosa.Las tiendas podían resultar destruidas; las cuidadosamente escogidas bandejas de artefactos, utensilios y muestras podían verse volcadas y su contenido disperso; sus cámaras, su equipo de dibujo, sus dibujos estratigráficos laboriosamente compilados., todo aquello en lo que habían trabajado durante tanto tiempo podía perderse en un momento.Peor.Todos podían resultar muertos.Peor aún.Las antiguas ruinas de Beklimot en sí —la cuna de la civilización, la ciudad más antigua conocida de Kalgash— se hallaban en peligro.Las zanjas de ensayo que Siferra había abierto en la llanura aluvial que rodeaba la ciudad permanecían aún abiertas.La arremetida del viento, si era lo bastante fuerte, alzaría más arena aún de la que ya arrastraba y la arrojaría con terrible fuerza contra los frágiles restos de Beklimot., restregando, erosionando, volviendo a enterrar, quizás incluso arrancando cimientos enteros y lanzándolos a través de la reseca llanura.Beklimot era un tesoro histórico que pertenecía al mundo entero.Lo que Siferra había dejado expuesto al posible daño al excavar en ella había sido un riesgo calculado.Nunca se podía efectuar ningún trabajo arqueológico sin destruir algo: ésa era la naturaleza misma del trabajo.Pero dejar al desnudo de aquel modo todo el corazón de la llanura, y luego tener la mala suerte de ser golpeados por la peor tormenta de arena en todo un siglo.No.No, era demasiado.Su nombre se vería vilipendiado durante siglos si el yacimiento de Beklimot resultaba destruido por esta tormenta como resultado de lo que ella había hecho allí.Quizás había realmente una maldición sobre el lugar, como alguna gente supersticiosa acostumbraba a decir.Siferra 89 nunca había tenido mucha tolerancia hacia los chiflados de ningún tipo.Pero esta excavación, que había esperado que se convirtiera en el gran logro que coronaría su carrera, no había sido más que dolores de cabeza desde el mismo momento en que se había iniciado.Y ahora amenazaba con terminar profesionalmente con ella para el resto de su vida., si no acababa con ella al mismo tiempo.Eilis 18, uno de sus ayudantes, se acercó a la carrera.Era un hombre delgado y nervudo, que parecía insignificante al lado de la alta y atlética figura de Siferra.—¡Hemos asegurado todo lo que hemos podido! —dijo, medio sin aliento—.¡Ahora todo está en manos de los dioses!—¿De los dioses? —respondió ella, con el ceño fruncido—.¿Qué dioses? ¿Ves algún dios por estos alrededores, Eilis?—Yo sólo quería decir.—Sé lo que querías decir.Olvídalo.Desde el otro lado llegó Thuvvik 443, el capataz de los obreros.Tenía los ojos desorbitados por el miedo.—Mi dama —dijo—.Mi dama, ¿dónde podemos ocultarnos? ¡No hay ningún lugar donde hacerlo!—Ya te lo dije, Thuvvik.En la parte baja del risco.—¡Seremos sepultados! ¡Nos asfixiaremos!—El risco os protegerá, no te preocupes —le dijo Siferra, con una convicción que estaba muy lejos de sentir—.¡Id allí! ¡Y aseguraos de que todos los demás permanecen allí!—¿Y usted, mi dama? ¿Por qué usted no va allí?Ella le lanzó una repentina mirada sobresaltada
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