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.Sin prisa, abrió la caja y metió en la jaula los cuatro pollos de hinchado plumaje.Sintió los latidos de los corazones desbocados, y las jóvenes garras que le apretaban las manos con fuerza.Una vez adentro, dejaron de chillar; se irguieron y ordenaron las plumas alborotadas en una reducida imitación de lo que harían cuando fueran adultos.De su abrigo de muchos bolsillos, Loren sacó unos alicates y varios trocitos de carne envueltos en papel.Con esos alicates los alimentaría y quitaría los desechos, exactamente como hubieran hecho los padres con los picos.Engulleron con avidez la carne cruda, con el pico muy abierto, y comieron hasta llenarse el buche.Cuando terminó, cerró la jaula y trepó hasta la abertura.Entornó los párpados, protegiéndose del viento, y sus débiles ojos humanos recorrieron las quinientas hectáreas de campo, bosque, marisma y costa marina que serían el territorio de caza de los halcones.Creyó ver a lo lejos un leve destello blanco en el sitio donde comenzaba el océano.Probablemente había allí unas trescientas especies que sus aves podían cazar: conejos, alondras, cuervos, estorninos e incluso patos para las hembras más grandes y rápidas.«Halcón de patos» era el viejo nombre americano del halcón peregrino, usado por los granjeros, que disparaban contra él apenas lo veían, como contra un merodeador, y que llamaban «halcón de gallinas» al halcón de cola roja.Un punto de vista estrecho; ciertamente ni el peregrino, ni el casi extinto de cola roja habían vivido exclusivamente, y ni tan siquiera en medida importante, de aves domésticas.Pero Loren comprendía a los granjeros.Cada especie interpreta el Mundo en sus propios términos.Incluso Loren, que servía a los halcones, sabía que sus motivos eran los motivos de un hombre y no los de un ave.Miró alrededor una vez más, se aseguró de que nada faltaba a sus protegidos, que el bebedero estaba lleno (rara vez bebían, pero pronto empezarían a bañarse) y luego descendió con pasos que resonaban en la escalera de hierro, complacido por la idea de que ahora estaba instalado, con una tarea por delante, y solo.Antes de traer las aves había arreglado la torre.Había traído provisiones para una estancia de tres meses: medicamentos, un saco de dormir, una estufa, una cocinilla, comida, dos escopetas y municiones.Durante el primer mes tendría que cazar para los halcones hasta que ellos mismos pudieran hacerlo.Si no se familiarizaban con la vista y el sabor de la caza, quizás no serían capaces de reconocerla como alimento.Podrían matar pájaros, impulsados por un poderoso instinto; pero quizás no sabrían lo suficiente como para comer lo que mataran.Loren tenía que proporcionarles presas recién muertas todos los días.Sin embargo, ahora era demasiado tarde para salir; comenzaría la mañana siguiente.Había jugado con la idea de traer un halcón adulto adiestrado, y de cazar con él para los pichones; pero —aunque las inmensas dificultades de este plan le intrigaban— finalmente lo desechó: si por cualquier razón el halcón adulto no conseguía cazar lo suficiente, la culpa sería de Loren.La vida para la que tenían que prepararse los halcones era en verdad tan ardua que le exigía ahora una constante atención.Se quedó largo tiempo en la puerta del edificio de piedra que había equipado para él, mientras el ocaso interminable se demoraba fundiendo el amarillo polvoriento en un azul luminoso.Mucho más arriba, en la torre, los halcones se alisarían las plumas, bajarían las bravías cabezas, callarían, y por fin dormirían.Loren no tenía en qué ocupar las noches, y aunque se dormiría temprano, para levantarse antes del alba, no dejaba de sentir una cierta ansiedad ante las horas vacías y obscuras que le aguardaban; una ansiedad que no tenía causa y de la que nunca era por completo consciente.Preparó minuciosamente una comida sencilla que comió con lentitud.Arregló las provisiones.Preparó la cacería del día siguiente.Encendió una lámpara y se puso a hojear las revistas.Fuera quien fuese la persona que allí había acampado —el verano pasado, a juzgar por las fechas de las revistas—, era un lector, o por lo menos un devorador de imágenes: casi todas eran revistas ilustradas.Había dejado otras pocas huellas: botellas de vino rotas y latas vacías.Queriendo purificar el lugar para sus propios propósitos monacales, Loren había pensado al principio en quemar las revistas.Parecían una intrusión en la soledad a la que él pretendía, cargadas como estaban de deseos, necesidades y aburrimientos humanos.No las había quemado.Ahora, casi con culpa, empezó a mirarlas.North Star era una revista del gobierno, que pocas veces se había molestado en mirar.Este ejemplar era voluminoso:«Celebrando una década de paz y autonomía»En la portada aparecía la orgullosa cabeza rubia del doctor Jarrell Gregorius, director de la Autonomía del Norte.¿Doctor en qué?, se preguntó Loren.Un título honorífico, supuso, así como era honorífica la paz de los últimos diez años, sólo porque no habían sido de guerra total.Diez años atrás, la partición del continente americano había puesto fin a la prolongada guerra civil.Casi arbitrariamente, como padres e hijos que disputan y se retiran a habitaciones separadas, cerrando con portazos, de la envejecida nación americana habían nacido diez grandes autonomías y varias más pequeñas, en su mayoría ciudades independientes.Ahora combatían de continuo entre ellas y con lo que quedaba de gobierno federal, árbitro presunto, pero en realidad una conspiración armada de viejos burócratas y jóvenes tecnócratas que intentaban desesperadamente conservar y acrecentar su poder, como un beligerante Sacro Imperio Romano dispuesto a sojuzgar los principados rebeldes.Para los jóvenes que pensaban como Loren, la larga lucha, que aún continuaba, había engendrado un gran bien: había detenido, casi completamente, el uniforme e insensato «desarrollo» del siglo veinte; había detenido la vasta máquina del Progreso, fragmentándola y (lo que no hubiera parecido posible en los viejos tiempos) obligando a las ruedas a dar marcha atrás.Los inmensos y prolongados sufrimientos que esta inversión habían causado a una nación altamente civilizada y que había dependido hasta entonces de la administración de los recursos, del desarrollo, del mundo de los artefactos, no podían alterar el placer de Loren cuando leía que en el desierto había aparecido un jardín, o cuando contemplaba la hierba que cubría en silencio las cicatrices de las bases militares y de los aeródromos minados.Por esa razón, miró cordialmente al vano doctor.Si sólo la vanidad y la estupidez habían precipitado la partición; si sólo ellas mantenían con vida y en perpetua rivalidad a esas pequeñas e impotentes pseudonaciones, entonces una teoría de Loren (y no sólo suya) quedaba demostrada: incluso los defectos de una especie determinada pueden contribuir al conjunto de la vida de la Tierra.Sin embargo, ahora podía ocurrir —la revista lo insinuaba en cierta medida— que la gente hubiera «aprendido la lección» y sintiese que era hora de considerar la posible reunificación del país.El mismo doctor Gregorius lo pensaba; Loren dudaba que la sangre y los odios se pudieran olvidar tan rápidamente.Independencia.La independencia política era un gran mito, y muy tonto; pero era menos nocivo que los mitos de unidad e interdependencia que habían conducido a las viejas guerras, y menos nocivo, sin duda, para el Mundo salvaje, que Loren prefería a las vidas y residencias de los hombres
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