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.Por eso yo lo rehuía, por eso me alegraba tanto cuando escuchaba, en los patios de una de nuestras casas, los rumores de apresto que preludiaban su partida para una expedición guerrera.Decepcionado, irritado, ese hombre agresivo de quien se cuchicheaban en Bomarzo tantas ferocidades y sinrazones, proclamaba constantemente que él no tenía más que dos hijos: Girolamo, el futuro duque, y Maerbale, a quien pensaba dedicar a la Iglesia, con ayuda de su suegro, el cardenal.Debo consagrar unos párrafos especiales a mi abuelo Franciotto que, con mi abuela Diana, fue el único consanguíneo directo de esa generación a quien alcancé, pues mis otros dos abuelos murieron antes de que yo viera la luz.Franciotto Orsini había sido condottiero, como la mayoría de mis antepasados.Se había educado en Florencia, en la corte de su tío Lorenzo el Magnífico, y su contacto con ese medio refinado y esteta, si dulcificó sus maneras y le incorporó cierto dandismo palaciego que le resultó de utilidad en la atmósfera pontificia, no penetró en las regiones glaciales de su alma.Era, como mi padre, su yerno y sobrino, un insensible.En 1497 y en 1503, César Borgia lo había capturado y luego le había devuelto la libertad; en 1511 había firmado la Pax Romana con los Colonna; en 1513 peleó contra Bentivoglio.Viudo en dos oportunidades, terminó dejando la coraza por la púrpura, que su primo León X le otorgó en 1515.Desde entonces, soñó con ser papa.Los Orsini no habíamos tenido a uno de los nuestros, en el trono de Pedro, desde que Nicolás III falleció en el siglo XIII, y nuestro prestigio lo necesitaba.Nuestras finanzas también.Mi abuelo Franciotto pensó que él era el más indicado para salvar esa falla seria, y se entregó a coronar su ambición apostólica con el mismo ahínco que había puesto en sus empresas de armas.Casi obtuvo la tiara en 1522 cuando, imprevistamente, eligieron a Adrián VI; al año siguiente, su arrogancia de gran señor romano enjugó una nueva afrenta, pues Clemente VII ascendió al solio.Nunca se consoló de esos ultrajes.¡Postergarlo a él, hijo de Orso Orsini, llamado el Organtino, capitán que había patentizado su coraje a favor y en contra de la Iglesia, y nieto de Giacomo Orsini, condottiero de la República Serenísima y del papa Eugenio IV! ¡Y postergarlo sin ningún sentido de los escalafones mundanos y de las prerrogativas de la sangre, para beneficiar, primero, a un flamenco ridículo, de quien todo el mundo se mofaba, y luego para favorecer a un Médicis ilegítimo, a un bastardo de ese Julián de Médicis al que mi padre casi había salvado de la muerte, cuando la conspiración de los Pazzi! Era algo que el cardenal Franciotto Orsini no podía comprender, porque atentaba contra la sana lógica de su clasificación de los valores.Su desesperación y su desencanto habían sido más agudos cuando Clemente VII, porque esa vez le habían quitado literalmente de la boca el dulce que se aprestaba a saborear.Todo fue por culpa del cardenal Pompeyo Colonna, que vetó su candidatura, oponiéndole el peso inflexible de su enorme influencia.Los Colonna se cruzaban siempre en nuestro camino.¡Cómo hablaron mi padre y mi abuelo de los Colonna, aquella tarde!, ¡cuánto los maldijeron!—Pero —señaló el cardenal Franciotto, apagando la voz— no creas que la pasará muy bien el que me ha arrebatado la tiara gracias a ese Colonna infernal.No lo creas.Anda por las calles un pastor andrajoso, venido de los Abruzzos, que pronostica el pronto exterminio de Roma.Y dicen que es un santo.El soplo milagrero flotó sobre ellos un segundo.No se atrevían a pensar que lo que con la imaginación veían —la ciudad saqueada, incendiada, el pontífice fugitivo—, sería en breve una atroz certeza.Luego mi abuelo retomó el hilo del relato.Hubiera querido envenenarlo al cardenal Pompeyo, y le faltaba decisión.Así era él: un tigre en los campos de combate, y en los cónclaves una liebre.Lo envolvían, lo burlaban.Bramaba como un toro en la intimidad de nuestra casa, y regresaba a la corte pontifical, donde se esmeraba por rehacer las mallas rotas de sus intrigas.Al cabo de un tiempo volvía a nosotros, con esperanzas frescas que mi padre no compartía siempre.Disputaban hasta tarde y, cuando mi padre se había retirado, medio ebrio, el viejo cardenal reordenaba su revuelto manto, se escondía, trepidante, al amparo de la chimenea, mascullando palabras confusas, y sólo se apaciguaba al acariciar su sueño victorioso que le mostraba, en el chirrido rojo y dorado de la hoguera, la forma de una tiara que ascendía, como una cúpula basilical cubierta de piedras preciosas —el zafiro, que palidece en presencia de los impuros; la esmeralda, que se quiebra ante un acto ilícito; el coral, que fortifica el corazón, la crisolita, que cura de la melancolía; el diamante, que salva del miedo; y esa piedra sagrada, azul y verde, de los egipcios, que tiene más que ninguna un poder sobrenatural—: alhajas que relampagueaban en la fogarada crujiente, prometiéndole con sus guiños fúlgidos que Nicolás III y los santos papas de nuestra estirpe que lo habían precedido tendrían en él, en el papa Franciotto, para gloria de la casa de Orsini, un augusto sucesor.El motivo esencial por el cual no se resolvía a abandonar sus pretensiones es que se suponía predestinado a realizar la aspiración magna de Nicolás III Orsini, y a distribuir a Italia entre sus descendientes, como el Santo Padre proyectó repartirla entre sus sobrinos, alrededor de los estados de la Iglesia, para robustecer el poder peninsular y eclesiástico contra las rapiñas extranjeras y también, con previsor nepotismo, para afianzar el poder exclusivo de los suyos.Ignoro si me hubiera tocado algo, en la división prevista por mi abuelo.No lo creo.Todo hubiera sido para mi padre, para Girolamo y Maerbale; quizás para los nietos de la otra rama, Francisco, el que defendió Siena, conquistó Córcega y casó con una mujer tan virtuosa que la consideraron santa; León, el millonario, el más rico de la familia; y Arrigo, el condottiero, el bandido, que cometió excesos feroces.Pero para mí no hubiera habido nada, nada.Estoy seguro.Nada para Pier Francesco, nada para el deforme, para aquel que, con su jubón y sus calzas, a pesar de la distinción de su rostro y de sus manos y a pesar de que se empinaba frente a los espejos, parecía un bufón de los Orsini, una especie de Rigoletto sin voz y sin autógrafos baritónicos.Hasta que por fin mi abuelo se sometió a regañadientes, pues los acontecimientos lo fueron desengañando y repitiéndole que ése no era su destino, y que resultaba más fácil blandir una espada y aullar en mitad de una pelea, flotantes al viento las banderas y las barbas, que especular en el secreto sutil de los cónclaves, y trasladó su intención a los hombros y a la mente de mi hermano menor, el pequeño Maerbale.Como antes, mi padre y el cardenal se encerraban y discutían durante horas.Yo era a la sazón tan niño, que no lo puedo recordar, pero lo he oído referir a los servidores.Luego se acercaban a Maerbale, fino y menudo, y lo arrullaban un instante en su cuna, casi con respeto, como si rozaran, en vez de sus lanas infantiles, las ropas litúrgicas del Vicario de Cristo
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