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.No iba a volver a Torre del Alce.Qué iba a hacer, no lo sabía.Había barrido mis pedazos del tablero.Ahora había sitio para distribuir de nuevo las fichas que me quedaran, idear una nueva estrategia para vivir.Gradualmente, comprendí que no tenía dudas.El arrepentimiento se debatía con el alivio, pero no tenía ninguna duda.De algún modo, era más soportable avanzar hacia una vida en la que nadie me recordara cómo había sido.Una vida que no estuviera sometida a la voluntad de nadie.Ni siquiera a la de mi rey.La suerte estaba echada.Me tumbé en la cama y por primera vez desde hacía semanas me relajé por completo.«Adiós», pensé con cansancio.Me hubiera gustado decirles adiós a todos, presentarme por última vez ante mi rey y ver en su gesto que obraba bien.Quizá pudiera hacerle comprender por qué no quería volver.No podría ser.La suerte, mi suerte, estaba echada.—Lo siento, mi rey —musité.Me quedé mirando fijamente las llamas de la chimenea hasta que el sueño vino a por mí.SedimentosSer Rey a la Espera, o Reina a la Espera, significa estar firmemente anclado a medio camino entre la responsabilidad y la autoridad.Cuentan que se creó ese puesto para satisfacer las ambiciones de un heredero al poder, al tiempo que se le educaba para ejercerlo.El primogénito de la familia real asume este cargo al cumplir los dieciséis años.A partir de ese día, el Rey o Reina a la Espera adquiere una carga plena de responsabilidad por el gobierno de los Seis Ducados.Normalmente, asume de inmediato los deberes que menos le importen al monarca regente, y éstos varían en gran medida de un reinado a otro.Bajo el rey Artimañas, el príncipe Hidalgo fue el primero en convertirse en Rey a la Espera.Artimañas delegó en él todo lo relativo a los límites y las fronteras: asuntos de guerra, negociaciones y embajadas diplomáticas, las incomodidades de los largos viajes y las condiciones miserables que suelen concurrir en tales campañas.Cuando abdicó Hidalgo y le llegó el turno al príncipe Veraz de ser Rey a la Espera, heredó todas las incertidumbres de la guerra con los Marginados, así como la insurrección civil que originaba la situación entre los ducados costeros y los terrales.Todas estas tareas se veían complicadas por el añadido de que, en cualquier momento, el rey podía anular sus decisiones.A menudo había de vérselas con una situación con la que él no tenía nada que ver, armado únicamente con opciones que él nunca habría elegido.Aún más insostenible, quizás, era la situación de la Reina a la Espera Kettricken.Sus costumbres propias de la montaña la señalaban como extranjera en la corte de los Seis Ducados.En tiempo de paz, puede que hubiera sido acogida con más tolerancia.Pero la corte en Torre del Alce se hacía eco de la inquietud general de los Seis Ducados.Los Corsarios de la Vela Roja, procedentes de las Islas del Margen, asolaban nuestras costas como no lo habían hecho en generaciones, destruyendo mucho más de lo que robaban.El primer invierno de reinado de Kettricken como Reina a la Espera vio también el primer saqueo invernal que habíamos experimentado.La amenaza constante de las incursiones y el insistente tormento de los forjados entre nosotros sacudieron los cimientos de los Seis Ducados.La confianza en la monarquía estaba por los suelos, y Kettricken gozaba de la nada envidiable posición de ser la esposa extranjera de un Rey a la Espera al que nadie admiraba.La insurrección civil dividió la corte cuando los ducados terrales expresaron su malestar por los impuestos destinados a proteger una costa de la que ellos no disfrutaban.Los ducados costeros clamaban por buques de guerra, soldados y un sistema eficaz de combatir a los corsarios, que siempre golpeaban donde menos preparados estábamos.El príncipe Regio, nacido en el interior, aspiraba a amasar poder prodigando obsequios y dispensas sociales a los ducados terrales.El Rey a la Espera Veraz, convencido de que su Habilidad ya no bastaba para mantener a raya a los corsarios, volcaba toda su atención en la construcción de barcos de guerra con que defender los ducados costeros, y no tenía mucho tiempo para su nueva reina.Supervisándolo todo estaba el rey Artimañas, agazapado como una araña gigante, empeñado en mantener el poder repartido entre sus hijos y él mismo, en preservar el equilibrio y en que los Seis Ducados salieran intactos.Me desperté cuando alguien me tocó la frente.Con un gruñido contrariado, aparté la cabeza del contacto.Tenía las sábanas enrolladas a mi alrededor; me desembaracé de su abrazo y me senté para ver quién se había atrevido a incordiarme.El bufón del rey Artimañas me observaba ansioso, sentado en una silla a mi vera.Lo miré con ojos desorbitados y retrocedió ante mi escrutinio.Se adueñó de mí el desasosiego.El bufón debería estar en Torre del Alce, con el rey, a muchas millas y días de distancia.Nunca había oído que se alejara del lado del rey más que por unas horas o para pasar la noche.El que estuviera ahí no presagiaba nada bueno.El bufón era mi amigo, tanto como se lo permitía su extravagancia.Pero cualquiera de sus visitas obedecía a algún propósito, y éste rara vez era trivial ni agradable
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