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.Se acabaron mis interminables baños de espuma los viernes por la tarde: no soportaba la visión de mi cuerpo desnudo bajo el agua, el roce de los muslos, el frío al abandonar la bañera.Dejé de ir de compras, y evité los escaparates, las ventanas, las bandejas, cualquier superficie que pudiera reflejar mi rostro o mi cuerpo.Odiaba cambiarme de ropa al salir de casa o al llegar a ella, e incluso vestirme el pijama me suponía un esfuerzo.Descuidé mis ejercicios, pero el traumatólogo dio mi espalda por recuperada, de modo que lo tomé como una excusa para evitar moverme.Mi objetivo sentimental era entonces uno de los chicos más populares del instituto, al que nunca llegué a conocer.Él había elegido, como cabía esperar, una novia esbelta y muy guapa, y no mostró nunca el menor interés por mí.El capricho por un muchacho del que no sabía nada salvo que su apariencia física era la correcta se convirtió en obsesión y borró el resto de mis preocupaciones.Ya no dedicaba ni un pensamiento a mis antiguas amigas del colegio, que continuaban fieles a sus principios de seriedad y estudios y cada vez encajaban menos en el panorama al que yo me aproximaba.Ellas se enfrentaban a sus sentimientos de rechazo estudiando cada vez más y trabando alianzas profundas en el interior del grupo: yo deseaba ampliarlo, que entraran aires y tendencias nuevas, y de vez en cuando manteníamos discusiones.Ante la perspectiva de quedarme aislada o de discutir con mi grupo cada sábado, las salidas perdieron su atractivo.Mi única satisfacción era ver al chico deseado, y sentarme en el parque con mis amigas mientras comía chucherías.Nunca hablábamos de nada importante.Intentábamos tomar resoluciones para la semana, y sobre todo, nos quejábamos de los profesores y las asignaturas.Yo miraba a mi alrededor y veía que en el parque únicamente las niñas de once y doce años seguían un comportamiento similar, y me sentía humillada y cada vez más limitada.Nunca mantuvimos ninguna conversación típica de adolescentes, nunca frivolizamos.Sólo con una de ellas yo me sentía cercana a lo que creía que era la normalidad.Sin duda mis problemas se hubieran resuelto si hubiera sido capaz de identificarme con las teorías de mis padres sobre lo que realmente era importante y lo que no, y con el comportamiento de mis antiguas amigas: como ellas, hubiera rechazado los valores de la superficialidad y la apariencia, y no hubiera centrado mi preocupación en el adelgazamiento.Pero no pude: yo escuchaba los comentarios del resto del Instituto sobre ellas, y enrojecía sólo de pensar que pudieran considerarme rancia y sosa, inflexible y fea.Mis padres intentaban potenciar la seguridad en mí misma, pero no existían bases para ella, y lo único que lograba comprender era que me equivocaba, me equivocaba de todas las maneras y era rechazada más o menos evidentemente por todos los grupos.Nada podía consolarme, y todo parecía fuera de control.Mi ropa, antes siempre tan cuidada, se arrugaba durante días sobre la silla.No me preocupaba por mantener el orden en mi cuarto, o en mis cajones.Ducharme o lavarme la cabeza requerían un notable esfuerzo, y habían perdido toda su carga placentera.Durante esa temporada se me secaron las lágrimas.A cambio, un constante dolor en el pecho punzaba de vez en cuando y me dejaba sin respiración.Corría de un lado a otro, con la vitalidad que siempre me había caracterizado, e intentaba cumplir con mis obligaciones, pero al regresar a casa me encontraba agotada y débil, como si hubiera debido enfrentarme en una lucha con ese día y me hubiera derrotado.Mi diario no cambió demasiado.No expresaba ninguno de mis sentimientos, la derrota, la tristeza, el abandono, nada salvo un profundo desprecio hacia mi descontrol con la comida y continuos propósitos de enmienda.Observaba mi aumento de peso como si le ocurriera a otro, y me dirigía insultos que jamás me hubiera atrevido a expresar en alto.Me imponía dietas y propósitos absurdos, ayunos que rompía al primer día o que no llegaban a la hora del descanso.Parecía que cualquier cosa que iniciara estuviera encaminada al fracaso.Mientras estaba a dieta había comprado un par de revistas de salud y belleza que incluían una lista de calorías y que orientaban sobre cómo crear una ingesta equilibrada.Dediqué mis esfuerzos a componer dietas hipocalóricas, basadas en verduras y carne a la plancha, sin tener en cuenta mis necesidades vitamínicas o minerales, sino únicamente mi peso y mi estatura.Memoricé listas interminables de alimentos con sus respectivas calorías, y cómo variaban éstas si las frutas estaban verdes o maduras, si la carne se había preparado a la plancha o frita.No hubo un solo libro sobre el tema en la biblioteca o en librerías que yo no leyera y memorizara: los resumía y guardaba los esquemas, y me juraba regir mi vida según sus leyes.Sobre la mesa no apreciaba la comida, su preparación o contenido, si me haría bien o no.Lo único que veía eran cantidades.Quise iniciar otra dieta, y mi madre, que había presenciado todo el proceso sin decir nada, y veía lo disgustada que yo estaba con mi nuevo aspecto, me animó y quiso ayudarme.Le pedí que comprara productos desnatados y light, y, con la excusa de que a todos nos vendría bien mantener el peso, ella accedió sin el menor reparo.¿Por qué debía sospechar nada? Al fin y al cabo, yo siempre había mostrado sensatez y madurez con mis propósitos, y voluntad para llevarlos a cabo.Aquel fue el primero de mis innumerables fracasos.Con ninguna de las dietas, dietas creadas por mí, dietas copiadas, extraídas de revistas, con fiadas por las amigas, recuperadas de la memoria, con ninguna logré bajar de peso, y con la mayor parte de ellas engordé.Como es fácil imaginar, no seguía realmente las instrucciones.Era capaz de comer una ensalada con zanahorias y tomate a las dos, para luego, a las cuatro y media, devorar medio paquete de galletas de desayuno, y a las seis, dos tabletas de chocolate, y a la hora de cenar, atiborrada, la pechuga a la plancha que mi madre había preparado con todo cuidado de no excederse con el aceite, y, como si nada hubiera pasado, fingir hambre y apetito.Necesitaba comer, sentir las texturas en la boca, notar cómo se deslizaban por la garganta, como mi estómago se aplacaba poco a poco.Por entonces yo no era aún capaz de reconocer la angustia, y la confundía con hambre.Hambre, hambre, hambre, hambre canina, hambre todopoderosa y urgente.Cuando aún no había comenzado con los atracones pero ya había convertido vomitar en un hábito intenté un sistema distinto: me encerré en el cuarto de baño con unas rebanadas de pan con mantequilla y chocolate y las mastiqué hasta convertirlas en papilla.Antes de tragar esa pasta la escupía al inodoro
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