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.El fámulo, para ponerse a tono con el ambiente, tomando su vihuela de Paracho, se dio a cantar las mañanitas del Rey David antes de pasar a las canciones del día, que hablaban de hermosas ingratas, quejas por abandonos, la mujer que quería yo tanto y se fue para nunca volver, y estoy adolorido, adolorido, adolorido, de tanto amar, hasta que el Amo, cansado de aquellas antiguallas, sentándose la visitante nocturna en las rodillas, pidió algo más moderno, algo de aquello que enseñaban en la escuela donde buena plata le costaban las lecciones.Y en la vastedad de la casa de tezontle, bajo bóvedas ornadas de angelitos rosados, entre las cajas —las de quedarse y las de ir— colmadas de aguamaniles y jofainas de plata, espuelas de plata, botonaduras de plata, relicarios de plata, la voz del servidor se hizo escuchar, con singular acento abajeño, en una copla italiana —muy oportuna en tal día— que el maestro le había enseñado la víspera:Ah, dolente partita,Ah, dolente partita!…Pero en eso sonó el aldabón de la puerta principal.Quedó en suspenso la voz cantante mientras el Amo, con mano puesta en sordina, acalló la vihuela: —“Mira a ver… Pero a nadie dejes pasar, que harto me vienen despidiendo ya desde hace tres días…” Chirriaron lejanas charnelas, alguien pidió excusas en nombre de otros que lo acompañaban, se adivinaron las “muchas gracias”, se oyó un sonado “no vaya a despertarlo” y un coro de “buenas noches”.Y volvió el criado con un largo papel enrollado, de resma holandesa, donde en letra redondilla de clara lectura se sumaban los encargos y pedidos de última hora —ésos, que sólo acuden a la memoria ajena cuando está uno con un pie en el estribo— hechos al viajero por sus amigos y contertulios… Esencias de bergamota, mandolina con incrustaciones de nácar a la manera cremonense —para su hija—, y un barrilete de marrasquino de Zara, pedía el inspector de pesas y medidas.Dos faroles a la moda boloñesa, para frontoleras de caballos de tiro, pedía Iñigo, el maestro platero —con el ánimo, seguramente, de tomarlos como modelos de una nueva fabricación que podría agradar a las gentes de acá.Un ejemplar de la Bibliotheca Orientalis del caldeo Assemino, estacionario de la Vaticana, pedía el párroco, amén de algunas “monedillas romanas” —¡vamos: si no resultaban demasiado costosas!— para su colección numismática, y, de ser posible, un bastón de ámbar polonés con puño dorado (no era forzoso que fuese de oro) de esos que venían en largos estuches forrados de terciopelo carmesí.El notario estaba antojado de algo raro: un juego de naipes, de un estilo desconocido aquí, llamado minchiate, inventado por el pintor Miguel Ángel, según decían, para enseñar aritmética a los niños y que, en vez de ajustarse a los clásicos palos de oro, basto, copa y espada, ostentaban figuras de estrellas, el Sol y la Luna, un Papa, el Demonio, la Muerte, un Ahorcado, el Loco —que era baraja nula— y las Trompetas del Juicio Final, que podían determinar un ganancioso Triunfo.(—“Cosa de adivinación y ensalmo” —insinuó la hembra que, atendiendo a la lectura de la lista, se iba quitando las pulseras y bajando las medias.) Pero, lo más gracioso de todo era el ruego del Juez Emérito: para su gabinete de curiosidades, pedía nada menos que un muestrario de mármoles italianos, insistiendo en que no faltaran —de ser posible— el capolino, el turquín, el brecha, parecido a mosaico, y el amarillo sienés, sin olvidar el pentélico jaspeado, el rojo de Numidia, muy usado en la Antigüedad, y acaso, también, algún trocito del lunarquela, con dibujo de conchas en las vetas, y, si no fuese abusar con ello de tanta amabilidad, una lajilla del serpentino —verde, verdoso, abigarrado, como el que podía verse en ciertos panteones renacentistas… —“¡Eso no lo carga ni un estibador egipcio, de esos que, por forzudos, alababa Aristófanes! —exclamó el Amo—: No ando con un baúl mundo a cuestas
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