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.¿Es necesario que le diga que he perdido toda esperanza, después de lo que ha visto usted con sus propios ojos?» Espere usted, señor, se lo suplico.No he vuelto a perder el hilo, lo estoy siguiendo palmo a palmo.«¿No sabe usted nada más?», le pregunté.Ella me respondió: «Es todo lo que sabía hasta hace muy poco tiempo.Cuando estábamos en Suiza, después de haberse agravado considerablemente su dolencia, se enteró por casualidad de que la otra mujer, la que ha sido sombra y veneno de mi vida, le había dado también un hijo.En el momento en que hizo este descubrimiento (insignificante, si algo podía serlo aún), un miedo mortal se apoderó de él; no por mí, ni por él mismo, sino por su hijo.El mismo día (sin decirme una palabra) envió a buscar al médico.Fui ruin, mala, lo que usted quiera, pero escuché detrás de la puerta».Oí que decía: «Tengo algo que decirle a mi hijo, cuando sea lo bastante mayor para comprenderme.¿Viviré para contárselo?» El médico no quiso asegurarle nada.Aquella misma noche (todavía sin haberme dicho una palabra) se encerró en su habitación.¿Qué habría hecho otra mujer en mi lugar, si la hubiesen tratado como a mí? Lo mismo que yo hice: escuchar una vez más.Y oí que decía para sí: «No viviré para contarlo.Debo escribirlo antes de morir.» Oí que su pluma rascaba durante mucho rato el papel, le oí gemir y sollozar mientras escribía, le supliqué por Dios que me dejase entrar.La pluma cruel siguió arañando interminablemente, la pluma cruel era toda su respuesta.Esperé junto a la puerta, durante horas, no sé cuántas.De pronto, la pluma se detuvo, ya no se oía.Susurré por el ojo de la cerradura, sin levantar la voz; dije que tenía frío, que estaba cansada de tanto esperar; dije: «¡Oh, amor mío, déjame entrar!» Esta vez, ni siquiera la pluma cruel me respondió: sólo el silencio.Con toda la fuerza de mis pobres manos, golpeé la puerta.Entonces subieron los criados y la forzaron.Demasiado tarde; el mal estaba hecho.Mientras escribía la carta fatal, había sufrido el ataque…, y le encontramos sobre aquella carta, paralizado como está ahora.Las palabras que quiere dictarle son las que habría escrito él si el ataque no se lo hubiese impedido.Desde entonces, hay un vacío en la carta, y es este vacío el que él le ha pedido que llenase.» Esto es lo que me ha dicho Mistress Armadale, y estas palabras son el resumen y el núcleo de toda la información que puedo darle.Dígame, señor, se lo suplico, si al fin he seguido el hilo de mi narración.¿He conseguido demostrarle por qué he considerado necesario venir aquí desde el lecho de muerte de su compatriota?—Hasta ahora —dijo Mr.Neal— sólo me ha demostrado que se ha puesto nervioso.Éste es un asunto demasiado serio para tratarlo como usted lo hace ahora.Me ha implicado en esta cuestión e insisto en averiguar claramente cuál es mi posición.No levante las manos, que nada tienen que ver con esto.Si tengo que terminar esta misteriosa carta, ¿no considera prudente que pregunte de qué trata la misiva? Por lo visto, Mrs.Armadale le ha brindado un sinfín de detalles de su vida doméstica…, a cambio, supongo, de su cortés atención al cogerle la mano.¿Puedo preguntarle qué le reveló sobre la carta de su marido, o al menos sobre el fragmento que éste escribió?—Mrs.Armadale no ha podido decirme nada —respondió el médico, con una súbita formalidad en sus modales que demostraba su impaciencia—.Antes de reponerse lo bastante para pensar en la carta, su marido le ordenó que la guardase bajo llave en su escritorio.Sabe que, desde entonces, ha intentado varias veces terminarla y que, otras tantas, la pluma le ha resbalado de los dedos.Sabe que, cuando allí no había nada que esperar, los médicos que le atendían le aconsejaron que probase las aguas de este lugar.Por último, comprende que toda esperanza es inútil…, porque sabe lo que le he dicho a su marido esta mañana.El enfado que se había pintado últimamente en el semblante de Mr.Neal se hizo más sombrío y acusado.Miró al médico como si éste le hubiese ofendido personalmente.—Cuanto más pienso en el favor que me pide usted, menos me gusta.¿Puede asegurar, sin género de duda, que Mr.Armadale está en su sano juicio?—Sí; con toda la certeza que puede expresarse con palabras.—¿Aprueba su esposa que venga usted a pedir mi intervención?—Ha sido ella quien me ha enviado a usted, el único inglés que se aloja en Wildbad, a pedirle que escriba para su compatriota moribundo lo que no puede redactar él, ni podría escribir por él ninguno de los que estamos en este lugar.Esta respuesta puso a Mr.Neal entre la espada y la pared; pero incluso en aquel pequeño espacio, resistió todavía el escocés.—¡Espere un momento! —dijo—.Se ha expresado usted con energía, asegurémonos de que lo ha hecho también correctamente.Quiero tener la absoluta seguridad de que nadie, salvo yo, puede asumir esta responsabilidad.En primer lugar, Wildbad tiene un alcalde; un hombre que desempeña un cargo oficial que justificaría su intervención.—Un hombre entre mil —admitió el médico—.Pero tiene un defecto: sólo conoce su propio idioma.—Hay una legación inglesa en Stuttgart —insistió Mr.Neal.—Pero muchos kilómetros de bosque separan esta ciudad de Stuttgart —replicó el médico—.Si les enviásemos recado ahora mismo, no recibiríamos ayuda de la legación hasta mañana; y lo más probable, dado el estado del moribundo, es que mañana no pueda articular palabra.No sé si su última voluntad puede ser inocua o perjudicial para su hijo y para otros, pero sé que debe cumplirse ahora o nunca, y usted es el único que puede ayudarle.Esta tajante declaración puso fin a la discusión.Colocó a Mr.Neal ante la alternativa de aceptar y cometer una imprudencia, o negarse y cometer una acción inhumana.Durante unos minutos, reinó el silencio.El escocés reflexionaba gravemente y el alemán le observaba con igual seriedad.La responsabilidad de la última palabra correspondía a Mr.Neal y, al cabo de un rato, éste la asumió.Se levantó del sillón; el mal humor se reflejaba en el fruncimiento de sus cejas hirsutas y en las arrugas que se habían formado junto a las comisuras de los labios.—Me encuentro en una posición forzada —espetó—.No tengo más remedio que aceptar.El carácter impulsivo del médico se rebeló contra la despiadada brevedad y la brusquedad de la respuesta.—¡Por Dios que quisiera saber suficiente inglés para acudir junto al lecho de Mr.Armadale en lugar de usted! —exclamó airadamente.—No tome el nombre del Todopoderoso en vano —contestó el escocés—.Pero estoy de acuerdo con usted.¡Ojála lo conociese!Sin añadir palabra, ambos salieron de la habitación, el médico en primer lugar.CAPÍTULO IIIEL NAUFRAGIO DEL BARCO MADERERONadie respondió a la llamada del médico cuando éste y su acompañante llegaron a la antecámara de los aposentos de Mr.Armadale.Entraron sin que los invitaran y vieron que el cuarto de estar estaba vacío.—Debo ver a Mrs.Armadale —dijo Mr.Neal—.Me niego a actuar en este asunto si Mrs.Armadale no me da personalmente su autorización.—Lo más probable es que Mrs.Armadale esté con su marido —respondió el médico.Mientras hablaba, se acercó a la puerta del fondo del cuarto de estar; vaciló… dio media vuelta y miró con inquietud a su hosco acompañante—.Lamento, señor, haberle hablado con cierta aspereza cuando salimos de su habitación.Le pido perdón por ello, de todo corazón.Pero, antes de que veamos a esa pobre y afligida dama, ¿me… me disculpará si le pido que la trate con la máxima amabilidad y consideración?—No, señor —repuso secamente el otro—.No le disculpo [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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